...aunque hay veces en que necesito estar sentada...

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viernes, 5 de febrero de 2010

Vals a medianoche.

Pude ver en sus ojos el deseo de la juventud. Su mirada bloqueaba la mía y se hubiera bebido mi sangre si eso le hubiera devuelto sus horas. La impotencia de quien no puede luchar contra algo que no existe, pero que sufre. Y verse hecho un David contra un Goliat. De las cosas que no hicimos, de las que dejamos a medias y de las que nunca deberíamos haber hecho. El recuerdo de un amor de su primera juventud, un amor no consumado que anheló la misma rabia que sintió la primera vez que quiso acudir a un baile con su vestido nuevo de organdí y sus padres no se lo permitieron.

Se había convertido en una mujer menuda, de mirada insidiosa. Se quejaba de todo y de todos, pero todavía conservaba en su interior esa fortaleza que la había caracterizado.

Si tú te vas toda mi infancia se irá contigo. No puedo soportar la idea de que en ti pase el tiempo, en que un día te llame y no reconozcas mi voz, o que te visite y ya no reconozcas mi rostro, porque si tú ya no me recuerdas no quedará nada.

Anoche soñé contigo, te escribía una carta muy larga desde un lugar lejano donde estaba dando clases de español. Te contaba como era mi casa, la ciudad, mi nuevo trabajo, la conexión a internet que nos podría hacer comunicarnos rápidamente y que tú nunca llegarías a entender bien como funcionaba. Yo estaba segura de que no importaba que día te llegara la carta porque iba a tener que esperar en tu buzón hasta entrada la noche en que tú estuvieses de vuelta. Porque tú tienes veinte años menos y estás bailando en un gran salón con un hombre muy moreno, apuesto, que te contempla.

Sí, esto que suena sí es música de baile, aunque no acierto a adivinar si suena un vals, un tango o un pasodoble. La música me llega confusa y a ráfagas. La sala está llena, pero se me presenta de forma intermitente, y, aunque creo reconocer algunos rostros, sólo estoy segura de cuál de ellos es el tuyo. Llevas una blusa blanca y una falda de raso azul. El reloj que te regalé. La gente parece incansable, es como si llevaran horas y horas bailando, repitiendo los mismos movimientos una y otra vez. Mi sentido del tiempo se ha distorsionado y ya no sé cuánto llevo observando. De repente la música para. Todo el mundo se queda inmóvil, como de piedra. Tú te giras y me miras directamente. Me siento como desnuda, descubierta. Alargas la mano con un gesto en el que yo entiendo que quieres que me acerque, pero cuando bajo el primer escalón desapareces junto con el resto. Me quedo sola en la sala y lo acogedor se convierte frío. Da miedo. La música comienza a sonar otra vez, pero ya no eres tú la que baila, y son otros rostros de otras personas, de otra época distinta. De mi época. Esto no es música de baile.

Por fin baja la enfermera y me pide que la acompañe, que ahora sí puedo verte. Me indica la habitación con un gesto taciturno y cansado. Pero cuando entro no estás. Me parece oír a lo lejos… aunque no, no puede ser. Ayer mismo me fijé bien en la copia del cuadro de Toulouse-Lautrec. Al fondo, en el salón de baile, ahora hay una mujer menuda, con una camisa blanca y una falda de raso azul, y está bailando con un hombre muy moreno. Y me miras.

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