...aunque hay veces en que necesito estar sentada...

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martes, 16 de febrero de 2010

Diario de una poetisa recién casada.

¿La estupidez se hereda? Me recuerdo preguntándomelo con preocupación a lo largo de toda mi vida, cada vez que veía a mi madre presumir delante de sus amigas porque se había comprado un traje nuevo en el Corte Inglés o a mi tía enumerando con orgullo las costas españolas y diciendo que sabía ser una persona inteligente porque Asturias está en el Norte y Andalucía en el Sur. Crecí con ese miedo metido dentro de mi cuerpo. Temía sentir sólo interés por las revistas con la programación semanal o por las novelas de Danielle Steel. Afortunadamente descubrí que en mi familia lo único que se hereda es el apellido. Fui diferente porque yo supe admitir mi derrota. Mi tía hoy es una mujer mayor que todavía se asombra por saber que un pueblo se encuentra en Ávila y no en Valladolid, y mi madre ya no presume tanto, pero en las vislumbradas arrugas de su futura vejez, se puede adivinar ese orgullo juvenil que la dominó durante tanto tiempo.
Saberse mejor que los demás tiene sus riesgos, porque siempre creerás que tú te mereces más que tu vecino, creerás que la vida te debe algo.
Esteban era por aquel entonces un hombre bajito, -me pareció ideal porque yo estaba cansada de hombres altos y me resultaba encantador poder salir con un hombre sin llegar a casa con tortícolis-, delgado, de aspecto misterioso. Había estado casado dos veces y yo no podía evitar sentir una gran atracción por él. Nadie que le hubiera conocido hubiese dicho de él que era particularmente guapo, pero había algo en su forma de hablar que nos hacía perder la cabeza a todas las chicas de la agencia. Así que me sentí realmente en la cima cuando descubrí que había puesto sus ojos en mí. Podría enumerar la gran cantidad de enemigas que me hice, la chica de las fotocopias, la secretaria del jefe, la responsable del departamento de documentación… desde las más altas esferas femeninas hasta los más bajos vuelos de la oficina me odiaban. Bien por mí. Normalmente esa era mi carta de presentación cuando llegaba nueva a un lugar. No destacaba por fea, tampoco destacaba por guapa. Quizá mi mirada escudriñadora y mi sonrisa ácida no me ayudaban demasiado a hacer amigos.

Tampoco era para ponerse así. Pensar en Penélope como símbolo de la fidelidad conyugal siempre me ha parecido un poco demagógico. ¿Por qué pensar que todas esas mujeres que se quedaban solas cuando sus maridos se iban a combatir se quedaban tristes? Yo creo que muchas de ellas estaban encantadas de la vida, porque probablemente no eligieron casarse, no eligieron quedarse en sus casas esperando a que su marido regresara del bar para ponerle la cena, no eligieron una vida de esclavas, relegadas a fregar el mismo suelo una y otra vez. Yo siempre lo tuve muy claro, soltera hasta la muerte. ¡Qué no se diga! Viviendo mi propia vida, sin contar con nadie para nada, haciendo lo que me daba exactamente la gana en todo momento. Hasta que conocí a Esteban, claro. Mi máxima a la mierda. Empecé a soñar con bonitos vestidos blancos y con zapatos de tacón y con cunitas de bebé y con ir a comer a casa de mis suegros los domingos… Joder, maldito amor. Por fin había conseguido un trabajo decente en una agencia literaria. Después de estudiar lo que me había gustado me tuve que enfrentar a la cruda realidad de pocos puestos y gente muy preparada, muchos bastante más preparados que yo, que peleábamos por el mismo puesto en prácticas sin remuneración y con excesivas jornadas laborales. Trabajé de oficinista, de dependienta y un largo etcétera de profesiones que se me presentaban absurdas y carentes del más mínimo sentido. Iba a trabajar sin ganas, pero también con la tranquilidad que te da el hecho de que no te importa ni lo más mínimo tu trabajo. Daba igual hacerlo bien que hacerlo mal. Daba igual que el jefe de turno se acercara a ti para felicitarte o para reprenderte. No importaba lo que quisiera el cliente. A veces podía resultar un juego divertido. Que tu jefe se venía con cara de pedirte un favor y te recordaba lo importante que era la empresa en tu vida y que todos éramos una gran familia… le mirabas tranquilamente a los ojos y le decías no. Que venía un cliente con complejo de Pretty woman y quería que le hicieras más la pelota… pues tampoco.

Sufrí unos nervios indescriptibles mi primer día en la agencia. Era el primer trabajo que me importaba de verdad y necesitaba hacerlo bien. Necesitaba saber que podía. Me vestí lo mejor que pude, o lo mejor que mi bolsillo me permitía por aquel entonces. Unos vaqueros pitillo, camiseta blanca, chaleco, botines y un par de collares colgando graciosamente de mi cuello era todo lo que tenía. Desde la perspectiva que me permite la distancia puedo decir que mi primer día fue bien, me comporté eficientemente, fui simpática con todo el mundo y hasta creo que conseguí un par de futuros polvos en caso de necesitarlos. Pero lo mejor, lo mejor de todo es que el trabajo era el que llevaba tanto tiempo esperando. Mi mesa era amplia, con teléfono (siempre he querido tener un teléfono), ordenador de última generación, un par de cajoncitos con todos los útiles de oficina imaginados y por imaginar, a los que yo añadí mi estuche con bolis de colores, mi colección de lápices favoritos y unas cuantas gomas de borrar –recuerdo de mis añorados años de escuela-. Enfrente tenía un gran ventanal que me distraía más que concentrarme, pero entraba una luz maravillosa que iluminaba la mesa. Dispuse un par de tazas de café, como requería la ocasión y unas ganas enormes de empezar a trabajar.

Mi trabajo consistía en leer algunos de los originales que llegaban, corregir artículos, trabajos, manuscritos… y actualizar la base de datos del departamento según se iba dando entrada a nuevo material y salida a material ya revisado. No conocí a Esteban hasta dos semanas después. Entró rápido y salió más rápido todavía, pero debo confesar que entonces ya me fijé en él.
Mi primera cita, a secas, fue un auténtico desastre, pero fue divertida, quizá éramos muy jóvenes. Yo tenía once años, estaba en sexto y me gustaba un chico de trece. Por entonces parecía una diferencia de edad insalvable. Tonteábamos en el patio del colegio a la hora del recreo. Me daba una vergüenza horrible acercarme a él. El corazón se me aceleraba, me sonrojaba y me salía una risita estúpida que conseguía avergonzarme aún más. Hasta que quedamos. Fue en un parque. Él vino solo y fui con mis amigas. El resto de la historia no merece ni una línea más.

Mucho mejor fue mi cita con Esteban, creo que no lo olvidaré nunca. Eran como las ocho. Estaba nublado. Lloviznaba. Y le vi acercarse con paso tímido hacia mí. Llevaba algo en la mano que no podía distinguir y la cabeza cabizbaja que subía de cuando en cuando, y me echaba una mirada furtiva. La verdad es que en ese momento yo sólo podía pensar en que me meaba mucho, no sé si de los nervios o por haber bebido demasiado. Pero no lo olvidaré.
(continuará...)

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